Un Sueño Muy Extraño

Un sueño muy extraño

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Hoja de trabajo PDF: Un sueño muy extraño

A las siete de la tarde mis padres se volvieron a Madrid. Antes de irse me repitieron varias veces que me portase bien, que no diese ningún disgusto a mis abuelos. Mamá me dio los últimos consejos mientras se acomodaba en el coche y se abrochaba el cinturón de seguridad.
—Ten cuidado con las bebidas frías, ya sabes que luego tienes problemas con la garganta. No estés mucho tiempo al sol y no te pases las horas en el agua. Come de todo y no te acuestes muy tarde.

Mientras ella hablaba, papá arrancó el coche, metió la marcha atrás e hizo una maniobra para dar la vuelta. Giró a la izquierda y aceleró. Los vi bajar y desaparecer al entrar en la primera curva. Antes, papá tocó la bocina, y mamá miró hacia atrás por última vez, al mismo tiempo que nos decía adiós con la mano. Desde la puerta de la casa, nosotros correspondimos a su despedida.

Ya estaba solo con mis abuelos. Como todos los años. Ellos lo único que deseaban era que me divirtiera, que lo pasase lo mejor posible, que no me pusiese enfermo, que cuando vinieran mis padres me encontrasen bien.

Ahora, que era un poco mayor, confiaban más en mí y conocían mejor a mis amigos. El lunes por la mañana, después de desayunar, cogí la bicicleta y fui a buscar a Martín. Era mi mejor amigo.

Al acercarme a su casa toqué el timbre de la bici. No tuve tiempo de llegar hasta su puerta. Unos metros antes lo vi salir a la calle y correr hasta encontrarse conmigo. Nos saludamos y le pregunté por Manolo y José Luis.

—Seguramente estarán en la cama. Llegamos anoche bastante tarde.

—¿Dónde habéis estado?

—En Asturias.

—¿Y qué tal lo habéis pasado?

—Estupendamente. ¿Y tú cuándo llegaste? —me preguntó.

—El sábado. Estaré en el pueblo todo el verano.

Una hora más tarde nos encontrábamos con Manolo al lado del río. José Luis no pudo venir. En la parte en que estábamos, debía de haber muchas truchas, pero nosotros no veíamos ninguna.

—Hay que tener paciencia —dijo Martín.

—Si no hay peces, por mucha paciencia que tengamos, no los podremos pescar —replicó Manolo—. ¿Por qué no nos metemos en el agua? A lo mejor más adentro sí que se ven.

—No se trata de verlos, sino de pescarlos —dije mirando a Manolo.

—Lo que tenemos que hacer es callarnos. Con tanto hablar los vamos a espantar —advirtió disgustado Martín.

—Los peces no oyen —bromeó Manolo—. Están sordos. Los peces sólo ven.

—Yo creo que oyen y ven —manifestó Martín.

—Pues los de este río han huido nada más vernos —comenté mirando a Martín.

—Yo he estado aquí otras veces y he visto peces por todas partes —aseguró Manolo.

Luego añadió: —He estado, pero sin caña.

—¿Quieres decir que se van si ven las cañas? —le pregunté.

—Yo creo que sí —respondió Manolo—. Podemos hacer una cosa: coger las cañas y dejarlas en el suelo. Veremos si vuelven otra vez.

—¡No digas tonterías, Manolo! —exclamó Martín.

—No son tonterías. ¿Qué te apuestas? —lo desafió Manolo.

—Si fuese verdad, nadie fabricaría cañas de pescar —les dije.

—Eso no tiene nada que ver —me respondió Manolo.

—Sí que tiene que ver —le aseguré casi enfadado.

—Los hombres antiguos no usaban cañas, sino lanzas. Se quedaban quietos en el agua y cuando veían un pez se la clavaban. Así pescaban —explicó Martín.

—Los peces de ahora han aprendido mucho, hay que pescarlos con redes —añadió Manolo. Luego se echó a reír.

—Antiguamente también usaban redes —le interrumpió Martín—. Nos estás tomando el pelo —añadió después de oír cómo Manolo se reía con ganas.

En aquel momento mi caña empezó a doblarse por el extremo. Noté un ligero peso y se lo dije inmediatamente a ellos. Manolo, que no tenía caña, se acercó a mi lado. Me ayudó a sujetarla mientras Martín me decía lo que tenía que hacer.

Después de quitarme las zapatillas, me metí en el río con Manolo. Los dos juntos dimos unos pasos hasta que el agua nos cubrió las rodillas. Él me sujetó la caña y yo, al ver el pez en el anzuelo, me acerqué a cogerlo con la mano. Resbalé y me caí. Sólo me mojé un poco la camisa y los brazos.

—¿Qué clase de pez es? —preguntó Martín.

—Ahora te lo enseño —respondí.

El pez se movía con ganas de volver al agua. Y eso fue lo que ocurrió. Al intentar quitarle el anzuelo, el pez se resbaló de la mano y se deslizó entre mis dedos. Cayó al agua y rápidamente lo perdimos de vista.

UNA TERRIBLE PESADILLA

Cogimos las bicicletas y fuimos a nuestras casas por los bañadores. Hacía un sol abrasador y lo único que apetecía era darse un baño.

Llegamos a la piscina y entramos corriendo en los vestuarios. Nos cambiamos muy deprisa y corrimos saltando entre las personas que estaban tendidas tomando el sol.

Ninguno de los tres quería ser el último en meterse en el agua. Por eso, nos tiramos al mismo tiempo.

Luego jugamos con un balón que alguien había olvidado. Cuando nos cansamos de jugar nos pusimos al sol.

Estábamos tumbados sobre las toallas, cuando Martín dijo que tenía hambre.

—¿Qué hora será? —preguntó.

Reaccioné instintivamente, movido por un impulso, y miré en la muñeca de mi mano izquierda. Me di la vuelta y me senté. Registré lo que llevaba. Corrí hacia los vestuarios y pedí mi bolsa. Saqué lo que tenía y miré por todas partes.

Puse la ropa en el mostrador; volví a mirar de nuevo. Traté de recordar y empecé a ponerme muy nervioso. Metí las manos en los bolsillos del pantalón y de la camisa, pero no encontré nada. Busqué en los lugares por los que había pasado, di mil vueltas, caminé de un lado a otro.

Poco a poco me sentí invadido por la desesperación. La posibilidad de haber perdido el reloj de oro se iba transformando en la seguridad de que no lo encontraría. La preocupación y la angustia se apoderaron de mí.

Intenté reconstruir en mi memoria todo lo que había hecho desde que salí de casa. Una y otra vez venía a mi mente el río donde habíamos estado pescando. Mientras miraba, una vez más, en los bolsillos del pantalón, Martín y Manolo se acercaron a mi lado.

—¿Qué te pasa? —dijeron los dos al mismo tiempo.

—¿Por qué saliste corriendo sin decir nada? —añadió Martín.

—¿Estás bien? —le interrumpió Manolo, sujetándome del brazo.

—¿Ha ocurrido algo? —continuó Martín.

Estaba viviendo los momentos más desesperantes que había conocido hasta entonces. Nunca había sentido tanta inquietud y tanto nerviosismo. No sabía qué hacer. Todo lo recuerdo como una terrible pesadilla.

Todavía tengo algunas dificultades para ordenar lo que pasó desde que me di cuenta de que había perdido el reloj de oro que mis padres me habían regalado hacía sólo tres días.

Con lágrimas en los ojos les dije a mis amigos lo que me había ocurrido. Ellos me aconsejaron registrar de nuevo todo lo que habíamos traído a la piscina. Miramos en los vestuarios con mucha atención y vaciamos después los bolsillos de la ropa que llevábamos, pero no encontramos nada.

—¿Recuerdas si te bañaste con él? —preguntó Manolo.

—No, no me bañé con el reloj, estoy seguro.

—Sería mejor comprobarlo —insistió Manolo—. Aunque el agua está muy clara y no lo veamos en el fondo, puede ser que antes de hundirse se haya metido en los filtros.

—En ese caso estaría allí —continuó Martín—.Vamos a mirar.

Nos tiramos al agua y buceamos hasta el fondo. No vimos nada. Después de mirar otra vez en la piscina, registramos los filtros. Manolo se metió de nuevo en el agua y miró en los desagües.

—Ya os he dicho que no me bañé con él —repetí varias veces.

—¿Estás seguro de que lo llevabas esta mañana? —preguntó Martín—. A mí no me dijiste nada.

—Lo sé. No me gusta presumir; un reloj de oro cuesta mucho dinero —les respondí intentando aclarar mi actitud.

—Bien. Si no está aquí, sólo puede estar en un sitio: en el río —afirmó Martín.

—Sí, tiene que estar allí —dijo Manolo.

—Tenemos poco tiempo. Si llegamos tarde, pensarán que nos ha pasado algo y tendremos que dar explicaciones —comentó Martín—. ¿A qué hora coméis?

—A las dos y media —contesté yo.

—A las tres, más o menos —añadió Manolo.

—Son las dos y cuarto. No tenemos tiempo —declaró Martín.

—Podemos ir hasta el río y mirar en la orilla, aunque sólo sea durante unos minutos. Además, hoy es el primer día que estamos juntos. Nadie se extrañará porque lleguemos tarde —dijo Manolo.

Inmediatamente salimos de la piscina y pedaleamos en dirección al río. Buscamos el reloj en la orilla, pero no lo encontramos.

Se estaba haciendo muy tarde y yo estaba pensando en cómo disculparme ante mis abuelos por el retraso.

Manolo propuso quedarse él solo buscando el reloj. Nos ordenó que nos fuéramos, que él se quedaba allí. Dijo que tenía que vigilar, pues podría ocurrir que alguien lo encontrara y se quedase con él.

—Si no está fuera del río, estará dentro del agua, donde pescamos el pez que se te escapó. ¿Recuerdas que resbalaste y caíste? —me preguntó Martín.

—Sí, lo recuerdo perfectamente —respondí.

—Pues tiene que estar ahí —añadió Martín señalando con el dedo el lugar en donde yo me había caído.

—Me voy a meter y voy a mirar, aunque sólo sea una vez —dijo Manolo mientras se quitaba las zapatillas.

Se descalzó y se metió en el río. Nosotros le indicamos el lugar en donde suponíamos que debía de estar el reloj. Manolo se inclinó, miró hacia abajo y alargó el brazo derecho. Después empezó a introducirlo con mucho cuidado para no remover el fondo. Tanteó en varios lugares a un lado y a otro, pero no lo encontró.

—Es muy tarde y debemos irnos —les sugerí.

—Yo me quedaré hasta que vosotros volváis —prometió Manolo. Y se quedó allí.

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